Las edades de Lulú


Hace casi ya un par de décadas, cuando conocí Las edades de Lulú (Tusquets / La sonrisa vertical) , se abrió un panorama amplísimo relacionado por supuesto con la lubricidad, Almudena Grandes se convirtió repentinamente en una especie de icono, una voz chamánica que mediante su primera novela, abría los ojos y los caminos de sus acólitos y seguidores (entre los cuales me encuentro), especialmente de aquellos que vivimos inexplicablemente en países con una moral preocupada en exceso por la presencia de eros como un signo perverso, quienes hemos padecido una represión de lo erótico institucionalizada de manera recurrente, ya sea por que la iglesia nos hizo creer que era un pecado capital, o ya sea por que las instituciones gubernamentales no han encontrado un pasatiempo mejor que la censura.
Sin embargo, Las edades de Lulú reivindica mediante un relato maravillosamente construido, el derecho que tenemos sobre nuestro cuerpo, y las peripecias que este personaje tuvo que sortear para descubrirlo:
Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.
La entrevista con su autora ha sido un déjà vu, el encuentro con alguien conocido, que nos pertenece, y que recibimos con el júbilo del encuentro fortuito.

Manolo Espinosa

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